3.06.2013

De lo que vino después del adiós

La traición vibraba sobre los altavoces, como una nube de vapor blanquecina y fatal. Se extendía por el suelo, aferrándose a los tobillos, trepando por piernas sinuosas, apegándose a la ropa, colándose en sonrisas desprevenidas.
Porque todos íbamos a lo que íbamos y ya de ir puestos, mejor acompañados. Siempre.
Nervo quemaba la sala. Abrí los ojos. El local estaba tan lleno que todo se volvía confuso, no había caras sino manchas. Cerveza aquí o allá acompañada de las píldoras que quisieras siempre y cuando tu contacto fuese hábil y tú, rápida.

La energía que despedía el olor a venganza me agarrotó los pulmones mucho antes de que el efecto de la maravilla minúscula dilatase mis pupilas. De la confusión pasé al éxtais pero, en un segundo de titubeo, vi su cara entre el gentío. Su expresión de condena, de esta no eres tú. Contuve la rabia y mi cerebro explotó. En esos momentos me alcé sobre mí misma y observe mi expresión desde arriba, desde la más pura inocencia de quien no se deja llevar por la rabia. Sorprendentemente, sonreía. Y bailaba, como si fuese la última noche (como siempre). Quizá. 
También vi a un imbécil acercarse y rodearme. Pude haberle parado pero, ¿para qué? Él ya no estaba. Le dejé manosearme y creerme suya, como un mero intercambio de conductas:  tócame pero déjame seguir bailando. Y así hasta hoy.

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