Todo se desdibuja, sin límites, sin
frenos.
La vida se expande en un universo
parecido a una acuarela aguada plagada de colores que se mezclan
dando lugar a gamas cromáticas maravillosas e inesperadas. Cada día
resulta interesante, emocionante (incluso estremecedor)
descubrir qué nuevo color surgirá y por qué.
Sólo queda la
certeza de que, efectivamente, así será.
Certeza
que no es sino resultado de una confianza ciega que, junto con la
vida, se pierde entre los pliegues de su alma, mi vida,
por la gracia de la calidez que despierta en mi mundo impresionista.Entre un segundo y otro, se me escapa la vida en sonrisas que llevan su nombre. Donde antes había humo, ahora hay aire. Aquél que un día me susurró que tenía el corazón envenenado, podrido de angustia, hoy me saluda con "¡Estás curada!, bendito sea Dios."
¿Dios?¿acaso ha sido él a quien tengo que agradecerle haber puesto una fuente de serotonina así en mi vida? No sé, viví tanto tiempo con Zaratustra pegado al pecho que Dios no me convence del todo. Si se trata de creer o no creer, creo en mí (y en él, por descontado), en lo que veo y en lo que toco, en lo que huelo, oigo y puedo saborear (de ahí el descontado).
Si me
siento y lo reflexiono, da vértigo. Esta sensación es similar al
efecto de la droga, (y
me declaro adicta, sin complejos ni vergüenza).
La hostia que pueda darme contra el suelo es tan fuerte que crea un
hálito de frío miedo alrededor de mi corazón, ahora pletórico y
sin una pizca de racionalidad. Pero, por otra parte, moriría mil
veces por cada instante a su lado y otras mil por cada beso. Lo cual,
me crea complejo de suicida (nada nuevo), sólo
que esta vez la causa de la muerte merece infinitamente más la pena.
Levanto los ojos del portátil un segundo para comprobar que todo sigue en orden: nada se mueve, sólo mis dedos frenéticamente sobre el teclado, poseídos por el ansia del escritor. Esa que es atenazante y se ahoga en un mar de historias que desea plasmar, sobrecogida por explotar la elegida en cada caso.
Recorro
el estudio con la mirada: es pequeño, con una decoración sencilla.
La cocina se funde con el salón y sólo un tabique hace de separador
con el dormitorio. En el fondo, frente a una pared llena de libros y
hojas escritas y por escribir,
está mi mesa, mi portátil y yo, en pijama, sentada sobre una
silla rígida y semipintada. Me encanta mi estudio, cada metro
cuadrado destila mi olor y persona. Cada cuadro, cada planta, cada
calcetín desparejado y olvidado.
Pero, en estos momentos en los que
amanece a través del ventanal que cae sobre la cama, cuando su piel
resplandece bajo el sol neblinoso de madrugada, no consigo ver más
allá. Sigilosamente, dejo mi historia a medias (porque
sé que seguirá ahí mañana, quizás él no)
y me deslizo a su lado hasta que los latidos de su corazón ahuyenten
a los fantasmas de mis relatos y sólo quede nuestra respiración
acompasada, hecha una.
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