8.01.2012

The A Team [E.S]

Caía la noche sobre una sábana olvidada.
Ondeaba sigilosa celebrando su recién estrenada libertad allá arriba, a lo lejos, entre el cielo y el infierno que era la ciudad en sombras. De entre sus pliegues de lejía barata y remiendos, se podía adivinar una historia (o dos, según quién lo mire).

Ella observaba atenta el movimiento pausado del tejido blanquecino, sometido a merced del viento. Recordaba su melena al viento, igual que la sábana, retorciéndose de pura felicidad, escondiéndose en el hueco de su cuello, haciéndole cosquillas en las mejillas, picoteando sus párpados, saboreando los besos que, con el mismo viento con el que jugaba aquella tarde, se alejaron sin más. Y sin menos. Sin culpa ni culpables (salvo ella misma), al fin y al cabo.
De sus ojos manaba un torrente de tinta salada. Pequeños ríos sobre una piel jamás acariciada, creada para hacerse dura como el acero y áspera como una lima a base de hostias con la vida (y con cualquiera que, en un momento dado, tuviese un mal día).
De sus temblores espontáneos, se adivinaba una debilidad arraigada en lo más profundo del pozo negro y envenenado que el resto del mundo llamaba corazón. Mariconadas. Una debilidad que había llegado a ser su perdición, luz de cada día, motivo para respirar y despertar cada día en vez de dejarse llevar y morir abrazada a la almohada (como tantas veces había deseado en silencio).

Ladeó la cabeza y dos mechones de pelo se llevaron sus lágrimas a otra parte. Pasó a observar su cuerpo semitransparente a la luz de la luna emergente: sus brazos ya no eran bonitos, la curva de su barriga había desaparecido y, en su lugar, las crestas ilíacas luchaban por romper la piel y salir al descubierto. Sus piernas ya no eran largas ni envidiables, sus pies eran un campo de cicatrices a causa de los miles de cristales que se escondían en la alfombra (pruebas post mortem del material imprescidible en su vida), sus venas no latían con la misma intensidad, aletargadas de tanta actividad corrosiva. Ya no era ella. Suspiró.

Sus pupilas bucaron un nuevo objetivo y se sumergieron en la inmensidad del polvo satén que reposaba sobre la mesa, ajeno a la emotividad o al atardecer de julio. Lo último que le quedaba ya, una montañita de felicidad, algo a lo que aferrarse. Algo a lo que ella llamaba vida y el resto del mundo simplemente «mierda». Mariconadas.

Era su sueño de nieve infinita,
fuente de felicidad sin estragos ni ataduras (más allá de su alma).

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