3.02.2014

Barcelona

Una mañana desperté sin haber soñado y
supe a ciencia cierta que algo pasaría.

El café no supo mejor o peor, la lavadora no había roído los calcetines que me puse, el espejo no se rompió cuando me pinté los labios y el ascensor no causó estragos entre un piso y otro. Pero algo iba mal, me lo decían el ambiente y el aire envolvente, cada nube y atisbo de sol. ¿Acaso un presentimiento puede tornarse sólido? pensaba. Llegué a mi destino como siempre, a la hora punta. Encontré mi mesa pulcramente ordenada (como dispongo cada día al entrar y al salir), me tomé un descanso y reanudé la lucha. Salí tarde y volví demasiado pronto.

Él no estaba en casa, aun no. El sofá olía a sus pesadillas y en la mesa permanecía la huella de las cervezas para las que no había habido posavasos la noche anterior. Me senté y aferré su camiseta, tibia en mi imaginación. Puede que al cerrar los ojos y concentrarme, diese con la clave del asunto: se había acabado. A pesar de que esta pelea hubiese sido "como tantas otras", a pesar del tiempo, a pesar de mis excusas construídas y por construír... Ya no quedaba nada de nuestro imperio. Lloré violentamente hasta que su llave rozó la cerradura, descargué mi rabia y mi angustia como una niña en brazos de una madre, grité con todas mis fuerzas y expié mis miedos.

Tuve el tiempo justo para secar mis mejillas y respirar con fuerza.
Ese "algo": un final y su nuevo comienzo,
estaban a punto de empezar
lejos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario