Era triste y fría,
inmaculada, etérea.
Gloriosa.
Aquella vasta extensión de nieve pura,
no era más que una simple aparición, una visión revelada. Infinita
y perfecta, desafiando las leyes de la propia naturaleza con su
impasibilidad. Me miraba tranquila, con paso sereno y actitud
desafiante, tal vez fumase con elegancia o tal vez bebiese vodka con
hielo, pero siempre con las piernas cruzadas -perfectas- de quien se
sabe una mujer fatal.
Peligrosa, puntiaguda, orgullosa.
Su magia se deslizó por los baldosines
de la cocina y cubrió rápidamente todo el cubículo, ascendiendo
por mis pantorrillas, envolviendo mi cuerpo, mi pecho. Congeló mis
órganos y me tomó entre sus brazos, arropándome y arrullándome en
su pecho de hielo.
Quizás debiera haber sentido miedo, pero sólo pude vanagloriarme por poder
observar tan de cerca al ángel de la muerte.
Triste y fría,
inmaculada, etérea.
Gloriosa.
Clavaba sus pupilas negras en mí con
la ternura de una madre, tanto tiempo esperándote
– decían.
Sus labios susurraban una canción muda sobre mi pelo,
sin una nota ni apenas rastro de vida, de aliento, me acunaba sin
cesar. Y yo la comprendía, pues mi muerte tenía la mejor de las
bandas sonoras.
[...]
En un
suspiro
la
primavera llegó.
Risueña
y cálida,
dulce,
densa
Gloriosa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario