-Oye guapa, sírvete otro whisky y báilame nuestra canción otra vez que, con esa alegría en el cuerpo, despiertas los sentidos a los muertos.
Sonrisa de labios despegados mientras se levanta. Sonrisa desde el borde del abismo de cristal que contiene tal exquisitez sazonada con virutas de hielo, saliva entremezclada, sueños agotados y ahogados, palabras que no llegaron a ser aire y alguna sustancia tóxicamente adictiva, desde el sillón de cuero marrón.
Tu piel, jodidamente suave, que me camela y me arrastra, que baila bajo la luz de la luna como si fuesen los focos de un escenario o viceversa. Siempre en un continuo delirio entre la vida y la muerte porque nos encantan las travesuras. Drogarnos fue la solución a la presión de la incipiente adultez, bebernos el uno al otro, la vía de escape a una tensión (tal vez pasión) que nos unió irremediablemente bajo aquel lluvioso portal de una noche de mierda cualquiera. Cuando nos miramos y nos sacudió la electricidad, cuando la melancolía y la decadencia nos pareció digna de ser compartida, cuando mi tabaco se convirtió en tu café: adicción vitalicia.
-Dedícame un beso, preciosa, que yo ya te he escrito cuatro sonetos y cincuenta mil canciones salpicadas de amor y trazas de vida bohemia.
Acuérdate de mí, de tí.
No te olvides de nuestro amor robado a Sabina. Prométemelo en medio de este humo caliente y dulzón que exhalo para tí.
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