5.03.2012

Querido amigo:

La primera vez que la ví salía del metro en medio de una multitud apresurada y enfundada en sus abrigos serios. Ella se amoldaba a la plebe pero no parecía compartir su delirio y horario apretado, caminaba despacio, con las manos en los bolsillos, el iPod conectado y los pájaros revoloteando en el interior de su cabeza, puede que impulsados por algún delirio de Matt Bellamy. O eso quise creer yo. Su pelo rojizo bajaba secuencialmente hasta morir entre las lanas verde botella de una bufanda kilométrica, que no era la que tú le regalaste, lo siento. Sus ojos brillaban con una luz especial y transmitían esa sensación de felicidad a cualquiera que quisiera posarse en ellos. La ví guiñarle un ojo a un niño pequeño enfurruñado con el nudo de la corbata roja del uniforme y también ví cómo el chaval dejó caer la tela colorada al suelo y la miró con las mejillas encendidas. Vuelve a ser la de antes.

La seguí entre las calles de esta ciudad húmeda y pegajosa que tanto adora, me fundí en su andar saltarín y me detuve en cada parada que hizo esa mañana (un café y un libro, para ser exactos), como te prometí que haría. Pero me descubrió en un segundo que bajé la guardia: la había perdido al pararme extasiado frente a un escaparate de discos antiguos de jazz, ya sabes lo mucho que me gusta Ray Charles... Y, en un instante, ella me encontró a mí delante de un LP de cubierta negra del grupo que descubrísteis juntos.

-Everlasting light -me dijo.

Y no supe qué contestarle. El Támesis la había hecho completa y ni tú ni yo formábamos parte de esa nueva vida, me miró sin reconocerme. Tenías razón cuando la comparabas con un pájaro y también cuando temías que se te escapase en un suspiro. No creo que sea de nadie más que de estas paredes sumidas en la bruma atlántica, mojadas por millones de tormentas, arañadas por unos pocos y admiradas por cuatro gilipollas fanáticos sin una mierda de idea de lo que aman en realidad. Tampoco llego a entender del todo qué ve ella aquí que la hace tan feliz.

Y lo siento amigo, hablé con ella y me hizo reír, luego se lo hice yo. Enfrascados en algún soneto de Shakespeare perdimos la tarde bajo la mirada atenta de un póster de Gustav Klimt. Entre el dorado y el cobre de El Beso nos besamos nosotros y, yo te encerré a tí, para no sentirme peor.

Hoy te escribo estas líneas sentado frente al río. Una chica joven toca con su violín Feeling Good de Muse y yo... No te voy a mentir, creo que esta ciudad también ha logrado embrujarme a mí. Perdóname. Quizá si vienes tú a buscarla la cosa cambia. O quizá no.

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