4.10.2012

"So she ran away in her sleep"

Es irónico a la par que melodramático. Con un cierto tinte mágico -como habría dicho ella-.

Los dos tumbados sobre la cama: ella ajena al bullicio neuronal de mi sistema nervioso y yo apartado de cualesquiera que sean sus sueños esta mañana. Las persianas dejan entrar unos tímidos rayos de luz que proyectan la imagen de miles de motas de polvo cayendo en silencio sobre su espalda desnuda. La sábana se retuerce en torno a su caderas y deja libres sus piernas (una doblada y otra estirada), su pecho boca abajo, sube y baja lentamente. Con la cara vuelta hacia la ventana y hacia la mano que se aferra a la almohada. A mí me toca su pelo embarullado y esparcido entre los pliegues de algodón blanco, su espalda y la mano que le queda libre, con la palma hacia arriba, invitando a que la coja entre las mías. Los átomos de aire acarician su cuerpo, la acogen, la envuelven y la protegen frente al ojo ajeno.

Me levanto despacio, con cuidado de no enturbiar su subconsciencia o peor, acabar con ella. Mis pies se deslizan en silencio al otro extremo del colchón, a la otra orilla del que (hoy) es nuestro islote: una cama barata sin más encanto que aquel que quiera darle la que respira dócilmente sobre ella, sin más juego que el que me deje hacer. Y me siento en el suelo, frío, frente a ella, para mirarla a la cara. Que jodidamente bonita que es, me altera el pulso sólo con poder verla e imaginar el olor que desprende.
Hoy me gusta con los labios entreabiertos y los ojos cerrados. Ayer me gustaba conduciendo su coche destartalado y oxidado, lleno de porquerías y pequeños detalles que -decía- le añadían personalidad. Hace tres días la adoraba si se le iluminaban los ojos al oír esa canción en la radio o si reía por algún motivo (por estúpido que fuese si la hacía sonreír, me era suficiente). Hace un mes amaba como me miraba estudiar y como lo hacía ella, desordenada, siempre llena de notas y acrónimos en la piel.
Sabía escoger de qué color quería pintar el mundo cada día y, si yo lo acertaba, me dejaba pintarla a ella.

-Haz que sea original- y bebía un trago de Four Roses mientras se reía bajito y me dejaba que la llenase de pintura que luego se tragaba el desagüe y que, un día, se llevó la lluvia y luego el viento.

Hoy me gusta especialmente porque hace que los rayos de sol que se filtran a través de la ventana de mi habitación encuentren un objetivo digno sobre el que posarse. A ellos les deja tocarla. Y, aunque ya sé lo que pasará, alargo la mano por inercia casi con la esperanza de que no suceda lo inevitable. Pero es automático, en el momento en el que mis dedos van a rozar su piel, ella se deshace en finas partículas de luz a mi alrededor. Con precisión matemática, sin un ruido, me priva de su presencia.
Porque me gana a egoísta.

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